La muerte no era aquello que pensábamos
Evaristo se acercó a la vidriera de
la Funeraria Sapiencia y observó por unos minutos el cartel luminoso prolijamente
montado con el nombre del negocio y más abajo la frase: “Asesoramiento
funerario las 24 horas”, sobre una imagen campestre con un único árbol robusto.
En el centro, un reloj colgaba apoyado en el vidrio dando la hora a los transeúntes.
Pensó que la crudeza del mundo era tranquila, como el tic tac de ese reloj.
Imaginó cuál sería la mejor hora para morir. El asistente del negocio lo vio y
se acercó a la puerta.
—Buenas tardes, ¿en qué puedo
ayudarlo? —preguntó amablemente.
—Quiero comprar un féretro.
—Pase, por favor —dijo mientras sostenía
la puerta.
El asistente portaba un bigote frondoso
que acentuaba su seriedad y estaba debidamente vestido de negro. Se sentó junto
al escritorio y le indicó su lugar pero Evaristo prefirió quedarse parado. Miró
hacia la calle para descubrir cómo se veía el mundo desde allí dentro. Era la
primera vez que entraba a una funeraria.
—Mi más sentido pésame, señor —dijo
el asistente al notarlo con la mirada perdida.
—No es necesario, no vengo por la
muerte de nadie. El féretro es para mí, estoy muerto — respondió Evaristo
mirándolo a los ojos.
El colectivo que acababa de pasar
provocó una leve vibración en la vidriera y el reloj quedó resonando bajito.
—No, señor, usted está vivo —le
aseguró el asistente.
—¿Cómo puede saberlo usted? —respondió
Evaristo con indignación—. Mi corazón dejó de latir hace unos minutos y veo un
solo color.
—¿Qué color? —preguntó intrigado el
asistente.
—Amarillo.
—Entonces es como le dije, usted no está
muerto. Los muertos ven en blanco y negro —agregó el asistente mientras
revisaba sus papeles.
—Los muertos ven amarillo. Créame.
Quisiera probarlo pero para eso usted también tendría que morir —explicó
Evaristo mientras paseaba por la oficina.
El lugar estaba bastante cargado.
Evaristo reparó en un cuadro con una imagen agreste similar a la que mostraba
la calcomanía de la vidriera. Un poco más abajo había un papel pegado con cinta
en la pared “Los precios no incluyen IVA”.
—Soy muy joven para morir —respondió
el asistente sin levantar la vista.
—Usted es joven porque le roba
minutos de vida a todos los que pasan por la calle. ¿A quién se le ocurre poner
un reloj en la vidriera de una funeraria? —preguntó levantando un poco la voz.
—Es para dar la hora.
—Sí, las horas de vida robadas. Tic tac tic tac...
—ironizó Evaristo.
—¿Usted está insinuando que yo le
robé la vida? —preguntó el asistente apoyando sus manos en la silla como para
levantarse—. Hay
gente que se guía por el reloj para llegar al trabajo. Un día se descompuso y
cuando lo sacamos más de uno nos venía a reclamar por el reloj así que tuvimos
que volver a ponerlo.
—Ellos no se dan cuenta de lo que está
pasando. Desde que vi este reloj mi vida comenzó a consumirse más rápidamente.
Hasta que empecé a ver amarillo y todo se detuvo abruptamente —dijo Evaristo
señalando el reloj como inculpándolo.
—¿Amarillo patito o amarillo ocre? —preguntó
el asistente mientras se paraba.
—No sé, es todo amarillo, para
distinguirlo tendría que comparar con otros amarillos.
—¿Entonces usted ve todo amarillo
plano del mismo amarillo? —insistió, acercándose. Estudió el rostro de Evaristo
por unos minutos con los brazos cruzados. Por alguna razón ese asunto parecía
preocuparle.
—Sí, todo amarillo, ya le dije. ¿Me
va a dar un féretro o qué? —Evaristo empezó a impacientarse.
—Sí, claro, a eso me dedico. Pero, le
repito, usted no está muerto y no es recomendable meterse ahí adentro estando
vivo. Mucho menos viendo amarillo —enfatizó el asistente volviendo a su escritorio.
—Usted cree saberlo todo pero lo
cierto es que trabaja en una funeraria y eso no habla muy bien de usted —sentenció
Evaristo mientras lo seguía.
—Antes, la gente pensaba que yo estaba esperando
que se muriera una persona por el negocio que tengo. Lo cierto es que trabajo acá desde mi adolescencia y
es lo único que sé hacer. Además en este negocio no hay bajas temporadas —dijo
sonriendo y tomó una carpeta.
Evaristo se inquietó con la
respuesta. Se quedó parado junto al escritorio sin saber qué decir. Vio que
había una cajita con tarjetas personales junto al teléfono y estiró un brazo
para agarrar una. La tarjeta tenía dos solapas, tipo ventanita. En el frente
estaba el logo, la dirección y el teléfono. En el interior aclaraban que
aceptan todo medio de pago y que cincuenta años en el rubro avalan su tarea.
—Edmundo Sapiencia, usted tendrá
muchos años de funeraria pero no sabe nada de la muerte —afirmó enojado—. ¿Siquiera
piensa alguna vez en la muerte?
—No, nunca pienso en la muerte, solo
la administro —respondió sin dudar—. ¿Y qué cree usted que se piensa de la
muerte? —preguntó distraído mientras pasaba las hojas de una carpeta.
—Se piensa que es fría, distante,
negra. Que es para otros. Que existe en los geriátricos acechando a los viejos
—dijo Evaristo mientras ojeaba la tarjeta.
—Eso tiene sentido, la mayoría de los
muertos que llegan son viejos de geriátricos. Es lo esperable, ¿no le parece? —dijo
Edmundo tomando sus anteojos.
—Sí, pero también hay gente en los colectivos,
en los trenes, en los bancos, en las peluquerías que está muriendo —aclaró y
guardó la tarjeta en su bolsillo.
—Todos estamos muriendo pero eso no
significa que estemos muertos —afirmó y echó un vistazo al teléfono que empezó
a sonar.
—Estar muriendo es una forma de estar
muerto. Significa que no se está viviendo lo suficiente —aseguró Evaristo.
—¿Qué sería vivir suficiente? Se
puede estar viviendo y muriendo al mismo tiempo.
—Eso es imposible. Es uno o lo otro.
Yo que estoy bien muerto se lo puedo decir.
—Espere que tengo una llamada —dijo
Edmundo dispuesto a tomar el teléfono que seguía sonando.
—¿Y a mí no me va a atender? —reclamó
Evaristo.
—Lo estoy atendiendo hace media hora.
Ah no, en realidad hace… 23 minutos y 10 segundos —dijo mirando su reloj—. Ya
tengo pensado el féretro que va perfecto para usted. Aguarde un instante.
A Evaristo le tranquilizó el anuncio.
Pensó que mientras el asistente atendía el teléfono podría pasar a la sala
contigua donde seguramente guardaban los modelos.
—.. mi más sentido pésame, señora… ¿qué
tipo de servicio está buscando? Hoy tenemos un descuento especial para el
féretro de algarrobo con terminaciones en… —explicaba el asistente mientras
Evaristo se alejaba.
En otra sala encontró féretros de
todo tipo y tamaño dispuestos contra las paredes a distintas alturas. Vistos
todos juntos parecían muy distintos entre sí, hasta se podría decir que había
una estética de la defunción. Luego de unos minutos el asistente se acercó a
pasos apresurados.
—Bueno, vayamos para aquella sala que
le muestro lo que tengo para usted —dijo, indicándole el camino con la mano.
Pasaron por otra puerta que Evaristo
ni había notado. Edmundo se paró junto a uno de los cajones.
—Mire, este es perfecto, ciprés,
tonos muy amarillos con algunas vetas en marrón claro, espacioso, es una madera
porosa, que permite filtrar algo de aire y moverse a los costados. Distintas
posiciones de descanso. Herrajes de bronce, un trabajo que ya casi no se hace
en estos días. ¿Usted cuánto tiene pensado gastar?
—No lo había pensado.
—Tendría que calcular un valor a
partir de diez mil pesos.
— ¡¿Diez mil pesos?! Es carísimo morirse
—exclamó Evaristo indignado.
Algo le llamó la atención en una
pared de la sala. Eran unas placas enmarcadas que parecían pequeñas lápidas.
Evaristo se acercó a verlas en detalle.
—Esas placas son obsequios de la
radio donde publicitamos —explicó Edmundo y agregó—. Le aclaro que de las
lápidas se ocupan los sepultureros.
Evaristo estaba concentrado en los
detalles de una placa. Le pareció un obsequio extraño pero al mismo tiempo apropiado
para el lugar. Siguió leyendo la inscripción en las demás placas, había al
menos ocho con diversos marcos de madera. Una de ellas estaba firmada por la asociación
de empresas de servicios fúnebres. Se preguntó cómo sería una convención anual
de los empresarios del sector. Mientras tanto Edmundo revisaba los folletos.
—Tenga en cuenta que el precio puede
variar según el cajón, ese modelo es de los más caros, los llevan para los
muertos importantes. ¿Usted es un muerto importante?
—No lo creo... bueno, lo soy para un
par de amigos y para Descartes, mi perro. Pero algunas personas son más valiosas
muertas que...
—En ese caso le puedo ofrecer el
cajón de obra social, ese que está por allá —interrumpió Edmundo señalando uno
de los cajones más sencillos—. También tenemos el borla de tapa plana y el de
medio lustre que son los más salidores, vienen en madera de álamo y ahora
también se están haciendo cajones de cartón que son más baratos todavía pero en
este momento no me quedan para mostrarle.
Evaristo se quedó callado mirando una
pared desnuda.
—Sepa que el valor incluye el
traslado al cementerio, el coche fúnebre, la sala velatoria y el remis de
acompañamiento. ¿Quiénes dirán las últimas palabras para usted?
—Me gustaría que Descartes estuviera
en mi entierro pero dudo que pueda decir unas palabras…a lo sumo unos ladridos.
—No se admiten animales en los
velorios, lo siento.
Se hizo otro silencio incómodo.
—¿Ya pensó en la leyenda para la
lápida? Le comento porque le van a preguntar cuando lo pongamos en contacto con
la promotora de venta del cementerio.
—Sí, estaba pensando en un tema de
Pink Floyd, una parte que dice “casa, de nuevo en casa, me gusta estar aquí”…
—¿Es algo así como “Del polvo venimos
y al polvo volveremos”, no? Muy profundo lo suyo… Hay un límite de caracteres
que le sabrán especificar en su momento pero creo que puede andar... —agregó
Edmundo aunque Evaristo parecía estar más interesado en la pared, como si
estuviera pensando sus últimas palabras sobre el lienzo gris.
El teléfono seguía sonando y Edmundo
pensó que lo mejor era volver al tema del cajón.
—Con respecto al cajón, considere que
podemos agregar un pulsador de emergencia en el extremo izquierdo, eso es sin
cargo —explicó Edmundo mientras abría un cajón para indicarle el sitio exacto.
—No necesito pulsador, ya le dije que
estoy muerto.
—Ah, es que nunca se sabe y mucho
menos en su condición. Yo creo que no debería subestimar el valor de ese
detalle. Es lo último en féretros transicionales —agregó muy convencido.
—Nunca había escuchado eso. ¿Cómo
puede un féretro ser transicional? —preguntó Evaristo, incrédulo. Nunca le
habían gustado los términos de moda.
—Bueno, es para los muertos que
habitan temporariamente las sepulturas. Algunos luego son cremados y pasan a
lujosos monoambientes. También dicen que algunos resucitan pero solo los más
afortunados —dijo Edmundo mientras regresaba el folleto a una pilita al borde
de un estante.
—Yo no quiero que me cremen. Le tengo
miedo al fuego —aclaró Evaristo.
—Nadie podrá hacerlo sin su
consentimiento.
—Pero... ¿cómo van a poder
consultarme estando ahí dentro?
—¿Ve por qué le digo que el féretro
transicional es para usted? Es de fácil acceso y además cuenta con…
—¡Basta de pavadas!, ¡devuélvame mis
minutos! —interrumpió Evaristo a los gritos tomando a Edmundo de los brazos y
sacudiéndolo como un muñeco de trapo.
—¿Para eso vino? ¡Y me hizo perder
todo este tiempo! Escuche como suena el teléfono, todos esos muertos sin
atender y yo con una causa perdida —respondió Edmundo mientras se lo sacaba de
encima.
—Vine para comprar un féretro pero
ahora quiero que me devuelva mis minutos —explicó Evaristo mientras lo seguía a
la otra sala.
—No tienen devolución y además... ¿qué
haría con ellos? —preguntó Edmundo desafiante.
—Compraría muchos colores.
—Los colores no se venden. Salga ya
mismo de mi local —le ordenó señalando la salida.
—No pienso irme, tengo todo el tiempo
de los muertos para esperar a que me devuelva mis minutos de vida —dijo al
sentarse—. No voy a meterme en esa cosa sin antes haber recuperado mis minutos.
—¿Y cuántos minutos cree usted que yo
le debo?
—Seguro que al menos unos 46.
—¡Eso no lo creo! ¡¿Sabe lo que me
lleva reunir esa cantidad?! Además usted no tenía todo eso para dar. Yo lo
recuerdo perfectamente, bajando del colectivo todas las mañanas en esa esquina
con la mirada perdida.
—Bueno con 30 me conformo.
—Ok, pero quiero que sepa que estos
minutos se consumen más rápidamente que los otros. No se haga ilusiones —agregó
Edmundo y le dio a Evaristo lo que quería.
—No me hago ilusiones. Chau, me voy a
vivir un rato y vuelvo —declaró Evaristo satisfecho y salió del local.
Jusa 2015
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