Adaptación e Incongruencia
Apenas entré a la sala tuve la sensación de ser
absorbida por una burbuja muy quieta. No sé si faltaba oxigeno o si era una
pausa de la ciudad que vibraba afuera. Elegí uno de los asientos cercanos a la
puerta para sentarme rápido y no molestar a nadie pero fue una mala decisión, el
lector emitía una voz lejanísima y monocorde. Estaba sentado con el torso doblado
sobre la mesa como leyéndole al libro, que era en realidad una colección de
hojas sueltas. Luego supe que se trataba de un cuento de Poe y no cualquier
cuento, sino “el mejor cuento” según su entender: La caída de la casa Usher. Me
llevó un momento reconocer en aquel hombre aplastado al escritor enérgico que esperaba
encontrar, aquél que leía cuentos de terror en televisión. Ya instalada en la
silla decidí que la única forma de sobrellevar el momento era haciendo algo con
mis manos. Así que me puse a escribir mientras sonaba bajito la historia de
terror, que también se filtró en esta historia.
¿Qué era -me detuve a pensar-, qué era lo que así
me desalentaba en la contemplación de la Casa Usher? Quizá que parecía haber una extraña incongruencia entre la
perfecta adaptación de las partes y la disgregación de cada piedra. El lector repite esta frase con insistencia. Parecía haber una extraña incongruencia entre la
perfecta adaptación de las partes y la disgregación de cada piedra. Su voz
pasaba de una indecisión trémula (cuando su espíritu vital parecía en completa
latencia) a esa especie de concisión enérgica, esa manera de hablar abrupta,
pesada, lenta, hueca. El texto continúa con más piedras, orden,
hongos y partes que encajan perfecto pero que se desintegran con una intensidad
de intolerable espanto mientras descansa una levité en manos de una mujer de
pelo rosado y un chico con rodete se cruza de brazos. La chica sentada delante mío
lo relojea cada tanto, curiosa. Su pelo es de un degradé de castaño tirando a
rubio en las puntas. Imperaba una atmósfera
de dolor, como un aire espectral, melancólico. “Es como estar en compañía de
la propia consciencia”, dicen los bigotes del lector mientras se tornean al
ritmo de las palabras parsimoniosas. Me invade la sensación de que mientras lee
algo se escapaba por alguna parte de su cuerpo. Quizá el ojo de un
observador minucioso hubiera podido descubrir una fisura apenas perceptible que
se abría camino pared abajo, en zig-zag, hasta perderse en las sombrías aguas
del estanque. Su ritmo me desconcierta,
cada página pasa como la última, como si fuera el desenlace de la historia. Las
hojas del libro parecen papiros sacados en secreto de alguna biblioteca
milenaria en un castillo perdido en el tiempo. El chico a rayas verdes y rojas
no para de darse vuelta. La chica degradé se cambia de asiento sin razón aparente
y al hacerlo me lanza una mirada rápida con una sonrisita cómplice. Luego se
acerca al pibe del rodete y el juego se intensifica. Ella manipula su pelo con molesta
insistencia. El sedoso cabello, además, había crecido al
descuido y, como en su desordenada textura de telaraña flotaba más que caía
alrededor del rostro, me era imposible, aun haciendo un esfuerzo, relacionar su
enmarañada apariencia con idea alguna de simple humanidad. Entonces vuelvo mi atención al frente de la sala y noto el andador al
lado de la silla del lector. Este descubrimiento cambia súbitamente mi
perspectiva. En seguida busco mas evidencia sobre la mesa pero solo puedo
encontrar el estuche de sus anteojos muy cerca de su mano derecha. Como si de
pronto entendiera algo, empiezo a disfrutar cada hueco de su lectura cansada.
Pero la impaciencia crece en el rechinar de las sillas y las eventuales
entradas y salidas de la sala. De pronto un
chirrido absurdo, insólito. Me pregunto si este chico que sale piensa
volver. Misterio insoluble; y yo no podía luchar con los
sombríos pensamientos que se congregaban a mi alrededor mientras reflexionaba. Sentía
que a mi alrededor, a pasos lentos pero seguros, se deslizaban las extrañas
influencias de sus supersticiones fantásticas y contagiosas. En eso levantan la tapa del ataúd y “todo muy feliz” interrumpe el lector irónicamente. Sus maneras habituales habían desaparecido
junto con la luminosidad de sus ojos. Algún secreto opresivo dominaba su mente
sin descanso. En eso muchos revisan sus celulares y me pregunto cuantos estarán
actualizando sus estados de facebook. La chica degradé se agarra la cabeza con
ambas manos y luego tose una y otra vez. El chico del rodete se acerca a
asistirla pero no logra calmarla. Entonces ella apoya su cabeza en él y con la
próxima tos lanza una sustancia blanquecina sobre su brazo. No podíamos mirarla sin espanto. El chico
del rodete se refriega los ojos esperando ver algo distinto, como si fuera a
despertarse. Pero el lector sigue buscando palabras en las hojas sueltas, como
si no existiera la evidencia del texto o como si estuviera desintegrándose con cada palabra
que pronuncia. Ya no es capaz de leer lo que sigue porque la hoja esta
perforada justo en esa parte. Lo que
faltaba era de una belleza severa, la extraña y densa vivacidad con que se
escuchan las palabras de la historia. “No sé lo que dice acá pero voy a
decir lo que me acuerdo” balbuceó el lector. Un celular suena a salvación, una
prueba de que seguimos vivos. Agradezco silenciosamente el descuido. Acá, si te
concentras, entras en un trance. La señora rosa lo sabe, por eso dibuja sin
parar. Al rato descubro que se trata de un retrato del lector en azul sobre un fondo
rayado. Luego de recorrer su perfil izquierdo noto que tiene tres perforaciones
en la oreja, todas debidamente ornamentadas. Cuando retomo el texto se despertó la furia del dragón y emergieron
sensaciones contradictorias entre las cuales predominaban el asombro y el
terror. Mi espíritu vaciló.
El lector termina su
labor y pide educadamente retirarse temprano aduciendo fiebre. Antes de irse
aclara que su temperatura corporal normalmente es muy baja, alrededor de los
treinta y cinco grados, pero que ese día tenía treinta y ocho. Era, dijo, un mal
constitucional y familiar, y desesperaba de hallarle remedio. A último
momento recuerda darnos la tarea, escribir algo partiendo de la frase “El
monstruo que vive debajo de la cama” y agrega una frase que resume el momento
vivido esa tarde en aquella sala del Rojas: “Se refiere al monstruo de la
infancia, yo cuando era chico siempre tenía miedo de que saliera algo por
debajo de la cama y me agarrara…aunque también hay adultos con miedo ¿saben? Y
miedos más que justificados por otra parte”.
Lo vemos abrigarse lentamente
y retirarse con dificultad.
Jusa
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