El punto y la sombra
Los vándalos eran conocidos en el barrio por sus
paraguas fluorescentes y sus botas de fieltro verde. Tenían la mirada perdida y
se movían muy juntos, a veces en círculos como si se tratara de un ritual
urbano, otras veces simplemente pasaban erráticos y vagabundos. Siempre dejaban
el barrio desbastado y solo quedaba esperar a que alguien se hiciera cargo del
desastre. Ya nadie se preguntaba el propósito de esa gente, simplemente asumían
que eran amantes del desorden y que por costumbre pasaban todos los días a las
3.40 en punto.
Cada tarde los bandidos despertaban a la niña con
sus gritos absurdos obligando a la abuelita a calmarla en sus brazos porque solía
quedar un poco aturdida. Luego la anciana salía a limpiar y recolectar las flores
que quedaban regadas por la vereda antes de que alguien las pisara e
intercambiaba las habituales palabras de consuelo con la señora de al lado. De
alguna curiosa manera estos eventos desafortunados activaban un engranaje
barrial que incluía escobas, malas palabras, mates y trapos y, aunque nadie lo
admitiera, todos esperaban secretamente la hora del resguardo en la rutina vespertina
donde todo sobresalto pertenecía al pasado.
Una tarde la niña, acurrucada y confundida en un
rincón de su cama, ya no pudo seguir durmiendo. Decidida a combatir esas horas
de vigilia, empezó a soñar despierta con un bosque sin tardes y con flores que
no morían todos los días. Tarde tras tarde, un bosque frondoso nacía bajo su
cama y llenaba la habitación con una flora fantástica. Su imaginación parecía
no tener límites: muy pronto su cama se transformó en una enorme canasta que
compartía con nuevas especies con colores y texturas que aún no tenían nombre.
Un día, mientras paseaba por un valle escondido, tuvo
un mal presentimiento. Descubrió esa
tarde y de la peor manera que no estaba sola en aquel mundo privado. Un sonido
ronco la levantó de su colchón de hojas y tuvo que correr con todas sus
fuerzas. No tuvo tiempo de sorprenderse del tamaño del bosque que ya era una casa
entera y hasta salía por las ventanas. “Deben ser las 3.40”, pensó al escuchar
nuevamente el quejido horrendo que rebotaba en los árboles. “Pero… ¡no puede
ser, no puede ser!” Se detuvo un momento a juntar aire para lanzar un grito
desesperado confiando en que su abuelita la despertaría. Más gritos y sollozos
le siguieron y de pronto puro miedo. Correr, correr y seguir corriendo solo
lograba hacerla más pequeña hasta ser tan solo un punto rojo perdido en una
sombra oscura y mojada que se hacía más y más profunda.
“Sabia que un día saldría de esa habitación”
pensaba el vándalo mientras se relamía. Luego dejó a un lado el traje de lobo y
se echó a descansar en la plaza, después de todo eran ya las 4 de la tarde.
Jusa
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