No Estar Del Todo
Escribir
sobre otros tiempos es coronar algunos recuerdos o subrayar un camino entre
tantos otros mientras se lo desanda cuidadosamente, como si importara, como
si en el proceso se lo estuviera
rescribiendo a medida creyendo que aún es posible cambiar a gusto una parte de
todo eso. Se nos impone un trabajo de relojero, se toma la lupa, se ordenan las
partes por tamaño, por importancia, por color, por fecha, porque tiene
patitas…este pedacito de acá se me escapa, lo dejo ir, que se quede entonces
debajo de la mesa o entre las rendijas de las baldosas. Sé que mañana puede
emerger por debajo de aquel mueble cual monstruito sin sentido del humor y
escalar mi pollera demandando su lugar en el mecanismo porque existe un gran
caldo para todas las cosas que creemos dejar atrás, probablemente en los mismos
rincones donde se juntan las pelusas, las migas y todo lo indeseado que cae de
las mesas y de los cuerpos. ¿Será que allí comienza mi historia? Soy una parte
caída de algo, para mí eso está claro. Pero también soy una parte que se queda.
Es
así, hay que comenzar por el nacimiento, la foja cero. Y me pregunto por qué
ese día es tan importante; sí, era Navidad, Papá Noel, chingunbel y todo eso. Pero
no tengo recuerdos, solo quedan algunos relatos muy desordenados. “Con vos fue
todo distinto” dice mi madre mientras charlamos sobre mi nacimiento, el tercero
y último de la familia. Resulta ser que, a diferencia de mis hermanos, nací
antes de tiempo y cuando rompí bolsa estaba atravesada en la panza de mi madre.
Era el 24 de diciembre, noche de paz y alcohol. Una enfermera le dijo a mi mamá
que tenía un tumor pero era la vejiga inflamada de tanto estar quieta sin ir al
baño. Mi madre parió de noche y sola porque “¿quién me iba a acompañar?” dice
como si hubiese tenido un mal contagioso. Al momento de romper bolsa ella
estaba con mis hermanos y no tenía teléfono. En esa época no había teléfono en
los departamentos, los que tenían teléfono se publicaban “con teléfono”,
anunciando el beneficio. Eran las 2 am, mi papá estaba en lo de un vecino y mi
mama salió a llamarlo desde un teléfono de un quiosco. Fue la única vez que iba
a parir a capital porque según mi abuela la salita de Villa Ballester tenía una
cucaracha. “Menos mal, porque parece que luego la cerraron por el extravío de
un niño“, agrega mi madre. Sigue la historia con mi padre buscando un auto
porque estaba muy ebrio para manejar, parteras inexpertas y tal vez un poco
ebrias también, el médico que no llegaba, la soledad de mi madre mientras todos
festejaban en otra parte. Algún reproche que involucra un pan dulce.
Por
mi parte creo que no nací, aterricé. Al abrir los ojos estaba en el dormitorio
de mi infancia donde crecí pasando horas frente a la ventana como recibiendo
instrucciones del viento. Observaba los cambios atmosféricos, escuchaba los
sonidos del barrio y luego escribía para capturar todo eso. Pero lo que quedaba
eran unos cuentos con letra redonda de princesita melancólica. Por suerte tenía
la oportunidad de revivir esos momentos. De todos ellos, el más esperado era el
instante previo a la tormenta. Una breve transición en la que el planeta se
desplaza para dar lugar a unos segundos de silencio absoluto, la gran espera. Todos
los seres saben que algo esta por venir y huyen a sus guaridas. Yo también lo
sabía y me sentaba en el borde de la ventana para vivenciar en primera fila esa
implacable pausa en el tiempo antes del desacato torrencial. Y de pronto “A
comeeeeeeeer”, el grito de mi madre subiendo por la escalera amedrentaba a la mismísima
tormenta y me devolvía a la rutina oficial. Cena, sillón, tv y todo en su
lugar. Finalmente a dormir. Aunque dormir no era fácil con una silueta oscura
acechando los sueños. Mi hermano, el sonámbulo, que se paraba a mi lado y se
quedaba quieto, tan quieto como solo un humano dormido puede estar, hasta que
yo movía un brazo o una pierna y se activaba mágicamente, salía corriendo.
También le gustaba meterse debajo de mi cama. En cualquier caso me veía forzada a dejar mi habitación
y buscar algún otro lugar libre de sonámbulos. Afortunadamente cada mañana ese
mismo sitio volvía a ser mi fortaleza, mi pista de aterrizaje amurallada. Mi
amiga Silvia tenía un ticket preferencial. ¿Puedo buscar a Silvia? Era la
pregunta mas temida por mi madre, que se mantenía en silencio esperando que me
olvidara del asunto. Nuestra amistad era inmune a todo eso, las risas
viscerales nos dejaban al desnudo y se propagaban por puertas y ventanas. Parecíamos
estar faltándole el respeto a la vida. Supimos construir una fábrica de algodones
en mi habitación, un espacio muy real donde confluían su vida y la mía, que
fueron lo mismo por muchos años.
Ahora
Silvia es un ícono, un picodulce, un homenaje a la infancia. Recordarla es
mirar atrás, a un tiempo anterior a las primeras muertes y sus sucesivos
nacimientos. Una de esas muertes o peldaños me retrotrae nuevamente a la
Navidad. Recuerdo el momento en que supe que aquel evento anual que opacaba mi
cumpleaños ni siquiera era real, los padres y abuelos traían los regalos. Salir
a ver los fuegos artificiales era tan solo una excusa para distraernos mientras
adentro se armaba el engaño. Un juego de adultos, un juego orquestado ya sin
gracia. Otro Tic tac en el reloj… otra rayita en la pared y algo que cae. Es la
ley de la gravedad o una tortuga rodando por una escalera. Pero mucho peor es
la decepcionante verdad: mi querida tortuga había sido entregada como un ramo
de flores al mejor postor por mi propia abuelita. Y eso sin mencionar que los
pulpos no tienen tentáculos.
Así
que se podría decir que en este momento habito la niñez y al mismo tiempo la
adultez y adolescencia de cada respectiva vida mientras que en cada muerte fui
dejando atrás mis partes caídas. Es un proceso tan natural como regar las
plantas, olvidar las cosas, que te las cuenten, mirarse al espejo, sorprenderse
diciendo una palabra cualquiera pero que titila, es el ir y venir en el proceso
ficcional de vidas y muertes porque en definitiva lo único que queda es este
momento en el que intento capturar fragmentos suponiendo que contienen la parte
significativa de una vida, la mía. Es un pequeño juego que reviste la seriedad
del adulto relojero. Tic-tac esto no va, tic-tac esto por acá, pongo una coma,
la borro, tic-tac, una frase más y sostengo esto un rato hasta que cuaje.
Jusa 2012
En
una noche que debio ser lluvia
o
en el muelle de un puerto tal vez inexistente
o
en una tarde clara, sentado a una mesa sin nadie,
se
me cayó una parte mía.
No
ha dejado ningún hueco.
Es
más: pareciera algo que ha llegado
y
no algo que se ha ido.
Pero
ahora,
en
las noches sin lluvia,
en
las ciudades sin muelles,
en
las mesas sin tardes,
me
siento de repente mucho más solo
y
no me animo a palparme,
aunque
todo parezca estar en su sitio,
quizá
todavía un poco más que antes.
Y
sospecho que hubiera sido preferible
quedarme
en aquella perdida parte mía
y
no en este casi todo
que
aún sigue sin caer.
Roberto Juarroz. Poesía vertical
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